CRÓNICA DE UN VIAJE PACIENTE O HISTORIA DE UN VIAJE INTERMINABLE
Llego, quizá por primera vez en mi vida, con enorme tiempo de antelación a mi puerta de embarque. Pero para mi decepción no soy el primero. -Algún día lo seré-, pienso con fe infantil, en esto o en aquello. La primera y grata sorpresa que se me tiene preparada son los asientos. Los de esperar, que siempre se me hacen incómodos, me acogen con asombroso confort mientras me tumbo a leer cosas sobre James Joyce, Dublín y algunas complicaciones del amor. Tras 20 o 30 páginas cambio mi posición y entro de lleno en un estado de letargo, muy suave, que este mismo fin de semana aprendí a controlar y que me encanta.
En la mejor de mis ensoñaciones nos llaman a filas desde el altavoz. -¡Sí, señor!- Me da por pensar. Y de inmediato me veo alli de pie, como un zombi automatizado, en la encrucijada de una fila que se parte en dos, con el muerto viviente protagonizando su centro. Una empleada viene a poner orden en una cola que está rota y en el proceso de reorganización me veo siendo defendido por dos mujeres, en dos ocasiones. -Este chico iba antes-, dicen, y me miran. -Él estaba a nuestro lado también-, le replican a mi supuesto agresor mientras me vuelven a dirigir otra mirada que, con más intensidad, parece que espera mi reacción.
Yo me limito a sonreír muy levemente y asiento con la cabeza. Me doy cuenta de que hace ya largo rato me olvidé de hablar. -Tú me tienes que querer. Lo demás da igual-. Decía el libro de mi letargo. En verdad todo aquello no me importaba lo más mínimo. Pensaba si mis dos defensoras creerían, por mi silencio, que no hablaba su misma lengua. Y por un segundo me asaltó un ligero y absurdo placer el hecho de que me consideraran extranjero, no yo, sino otro. Placer, supongo, de sentirnos diferentes entre iguales. Por suerte al dedicarle un segundo pensamiento dejó también de tener importancia. Sobre todo al echar la vista abajo y toparme con el libro, en perfecto castellano, que sin darme cuenta andaba leyendo desde que me convertí en zombi.
La más joven de mis dos guardianas comentaba que los españoles son muy católicos, pero de boquilla. - Esto se pone interesante-, pienso. Me obligan a dejar el libro y escuchar. Hablan de lo que tiene y de lo que le falta a Polonia. Ponen y quitan como si poner y quitar fuera una tarea tan nimia. -Yo, si no os importa, voy a dejarlo todo como está-. Rebota en mi mente y quiero decirlo, pero no sé hablar.
Ya en el avión comprendo que mi destino inmediato, el de hoy, es el centro. Estar en el medio de filas anormales de personas, o, como ahora, de asientos. A mi derecha un hombre polaco gigantesco y de gesto cansado. No necesita dormir, porque cuando uno está cansado de vivir, no hay sueño que lo repare. A mi izquierda una chica cuyos íberos rasgos me hacen dudar, pero que me despeja la incógnita ipso-facto al formar frente a ella una cruz imaginaria un instante antes del despegue. No puede ser española, eso está claro. Y esta lección vital se la debo única y enteramente a la más joven de mis defensoras. Mereció la pena, al fin y al cabo, soltar el libro por un rato.
Todo esto me recuerda que yo también tengo un ritual pre-despegue, casi lo olvido. El avión empieza a “avanzar” y abro la novela por una página al azar. La misión de mis ojos ahora es posarse sobre una posible frase de cierre. ¿Quién dijo que la muerte no puede ser coqueta y querer adornos? “Son muy raros los locos- dice Celia-. Pero interesantes, ¿verdad?” Ésta sería adecuada, precisa diría yo. Pero no sirve porque aún sigo vivo. Lo sé porque puedo ver las nubes desde arriba.
De pronto retiro la vista y nos odio a todos. Colosal osadía solo atribuíble al Hombre, la de colarse en este rincón prohibido y dedicarse a observar la parte alta de las nubes, desafiando a los demás seres que sin forzarlo sí se ganaron estar ahí. No lo digo yo, lo dicen sus alas. Este pensamiento me produce tristeza y me cansa. Dejo entonces caer mi cabeza sobre el asiento más incómodo de la historia de los asientos y mi visión, ligeramente inclinada hacia arriba, queda enfocando dos botones en el techo, sobre la cabeza del siguiente pasajero.
Uno contiene la silueta de una bombilla. -No necesito más luz-, pienso. El otro un dibujo de lo que parece ser un camarero o un azafato portando una bandeja con un vaso. Doy por hecho que será un hombre porque el dibujito no tiene pelo y, no sé a los demás, pero a mí en el colegio me enseñaron a distinguir entre dibujos de chicos y dibujos de chicas primordialmente por el pelo. Pienso entonces en pulsar el botón y ver a ese hombre comprensivo aparecer para preguntarme: -¿Qué desea tomar, señor?-, a lo que responderé: - En realidad no quería tomar nada, le he llamado porque me sentía muy solo-. Pero, no sabiendo muy bien el por qué, no lo hago y todo queda dentro de mi cabeza.
Sigo entonces solo y creo avanzar. Siento como el avión va dejando atrás unas coordenadas para saludar otras nuevas. Es ahora cuando alcanzo a comprender (y me hace gracia haber tenido que subir tan alto para ello), dos cosas:
La primera es que es cierto algo que se me dijo este mismo fin de semana: - Si te fijas bien, resulta que al final absolutamente todo en la vida son líneas. Míralas, están por todas partes-. Incluidas estas coordenadas que me empeño en desordenar.
También he caído en la cuenta, y he aquí la segunda, de que es mentira que estemos avanzando, ni el avión, ni yo, ni nadie. El avance no existe. El Mundo es demasiado redondo.
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